Sentir que no te escuchan. No hay oídos en el mundo que
quieran oír tus palabras. Aunque no quieran saber, yo hablo.
Con la pequeña esperanza de que a alguien le interese mi
historia. Pero mis lágrimas caen al vacío. Esos oídos están tan cerca de mi
boca pero tan lejos de escucharme. No me comprenden. Y probablemente nunca lo
hagan. Tal vez tenga una mente compleja, o simplemente no exprese bien lo que
siento. Pero lo intento. Y no dejaré de intentarlo. Si los oídos están sordos,
gritaré más alto. Algún día me oirán. Tienen que hacerlo. Deben hacerlo.
Gritos ahogados entre lágrimas, palabras que se pierden entre
sollozos. Tal vez sea yo la sorda. Tal vez ellos sí me escuchen y sea yo la que
no oye su respuesta. O tal vez estemos todos sordos. A lo mejor yo grito y
ellos no me oyen, ellos gritan y yo no los oigo. Una conversación muda. Pero
qué más da. Ya no importa. Después de todo, viene a ser lo mismo.
Un poco de ira, bastante furia, mucha impotencia y una gran
tristeza. Oídos que no oyen. Labios que se mueven para pronunciar palabras que
nunca llegarán a ningún lado. Ojos encharcados, hundidos, desesperados. Y un
pequeño brillo de esperanza. Seguiré gritando. Cada día más alto. Puedo
prometer y prometo que alguien oirá mi historia.